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Recuerdos de mi vida en el cortijo "Los Propios".

 Mis primeros recuerdos de infancia, algunos muy difusos y en general difíciles de ordenar, se remontan a mediados de los años cincuenta del pasado siglo. En el cortijo de Los Propios, donde yo residía, centenares de trabajadores de Hornos de Peal, Peal de Becerro y Quesada se ocupaban entonces de las faenas agrícolas y ganaderas.



1.- El cortijo.

En el edificio principal del cortijo había un dormitorio colectivo de dos plantas, donde residían muchos obreros. Otros dormían en unos tablados instalados en la tinada de los toros (junto a mi casa) o en la de las vacas (en el patio de abajo del cortijo), con la calefacción natural que proporcionaba el ganado. Todos ellos iban a “holgar” a sus respectivos domicilios un fin de semana cada quince días.
Había también cinco “casillas”, más allá de la era, donde residían con sus familias Antonio “el del lino”, Francisco Martos, José “Lanas” el listero, Manolico (a quien creo que mi abuelo se había traído de La Zubia, su pueblo de origen) y Juan el mecánico con sus cinco hijos.
Más alejadas del edificio principal, había nueve cuevas. Dos de ellas estaban ocupadas por Francisco Martos (antes de irse a una “casilla”) y por Joaquín el guarda (de Cazorla). Otras seis las ocupaban en temporada de aceituna cuatro familias por cueva, con cocina común. La número 9 estaba reservada para guardar las bestias que bajaban a trabajar la tierra desde Quesada en determinadas temporadas.
          Justo detrás de las cocinas de leña donde cocinaban los caseros estaba “el cuarto de los civiles”, un cálido dormitorio de dos camas reservado para que pernoctara cómodamente la pareja de la guardia civil que pasaba a caballo de servicio por la zona. De este modo la vigilancia de Los Propios, y algunas otras ventajas, estaban aseguradas.
En Los Propios había permanentemente 24 pares de mulos y 8 pares de bueyes (con un obrero por cada par), además de “las vacas de la manada”. Solo esos menesteres ocupaban a 40 obreros. En la época de la escarda se contrataba a varias cuadrillas de mujeres.

Francisco Martos en el pilar (abrevadero) de Los Propios junto al "toro padre", el semental del cortijo. Años 40.
Foto cortesía de la familia Martos. Restaurada por J.M. Arias.

Mi abuelo paterno, Tomás, había llegado desde La Zubia (Granada) como regador especializado y había acabado administrando la finca, que en mi infancia dirigía su hijo, mi tío Tomás. Mi padre también trabajaba allí en tareas organizativas y contables.
Muchas de las instalaciones del cortijo se conservan todavía, aunque muy cambiadas; otras (como la antigua fábrica de aceite, el almacén de maderas, la fábrica del lino, las pistas de tenis, las casillas o las cuevas) han desaparecido.
En esta otra foto aérea de 1956, que me ha facilitado Vicente Ortiz, se pueden ver las casillas y la fábrica de aceite hoy desaparecida. También se puede observar que había mucho menos olivar, ya que se cultivaban también entonces cereales, alfalfas, algodón, maíz, lino y menta:


2.- Los alimentos y el aprovechamiento de recursos

Dos “caseros” preparaban a diario el rancho para el desayuno, la comida y la cena de los obreros sin vivienda familiar: migas de harina por las mañanas, cocido o potaje a mediodía y pisto de tomate, pimiento y patata por la noche. Algunos trabajadores iniciaban la jornada laboral antes de la hora de las migas, por lo que había que llevarles el desayuno al tajo. Esa era una de las labores reservadas a Antonio Segura Zapata, conocido por “El Tuto” o despectivamente por “El Tonto”, un buen hombre del que más adelante hablaré.
La organización de las comidas era la de “cuchará y paso atrás”. En tiempos de lluvia se tomaba el almuerzo en el amplio salón donde estaban ubicadas las cocinas de leña de los caseros; cuando el clima lo permitía, se almorzaba, siempre de pie, frente a la puerta principal del cortijo. Las migas de la mañana se tomaban directamente de dos grandes sartenes. La comida y la cena se servían en grandes lebrillos donde cada cual iba metiendo su cuchara. Quienes podían, acompañaban la comida con una guindilla o un pedazo de tocino asados en el fuego, que colocaban sobre el pedazo de pan e iban cortando con la navaja.
En el tiempo de recogida de aceituna, cuando la fábrica de aceite estaba en pleno funcionamiento, yo solía coger un buen pedazo de pan recién horneado y bajar por la mañana temprano hasta el molino antes de que se pusiera en marcha para empapar mi pan en el aceite que flotaba sobre la aceituna molida el día anterior. Era un gran desayuno.
En verano, mi hermano mayor y yo íbamos al melonar que se criaba entre la central eléctrica y el río para dar buena cuenta de algún melón dulce.
En la escuela pública unitaria del cortijo, a la que asistía para recibir mi primera formación, se nos proporcionaba leche en polvo y queso de bola procedentes del plan ASA (Ayuda Social Americana), aunque en Los Propios teníamos, como ya he señalado, otros recursos alimenticios.
Cuando en mi casa recibíamos la visita de los familiares que vivían en Úbeda (abuelos, tíos y primos), era imprescindible preparar un buen arroz. Para ello, siempre recurríamos a cazar algún conejo o lo cogíamos del almacén de maderas, donde estos animales criaban en libertad; como se les echaba a diario alfalfa, bastaba acercarse a ellos con un manojito para que se acercaran y poder agarrarlos por las orejas.
Las pieles de conejo se guardaban, porque en verano solía pasar por el cortijo en su bicicleta un heladero a quien pagábamos los cucuruchos de helado o los polos con esas pieles, que él vendía para la fabricación de zambombas, un instrumento imprescindible para acompañar los villancicos en Navidad.
También nos visitaba periódicamente sobre su borrico un recovero de Peal, Francisco Zaragoza, que recogía los huevos procedentes de nuestros gallineros a cambio de hilos, tejidos, botones y agujas para coser o remendar las ropas.
Con la farfolla del maíz o la lana procedente del esquilo anual de las ovejas se rellenaban los colchones, que se lavaban a mano en el río o en el caz una vez pasado el invierno.
Cada mes de diciembre, casi todas las familias que teníamos vivienda en el cortijo hacíamos matanza con los cerdos que criábamos durante todo el año alimentándolos con las sobras de la cocina y trigo partido. Conservando embutidos y lomo en aceite, teníamos recursos para mucho tiempo. Cada familia compartía sus “muestras” de matanza con las demás. Los “lienzos de tocino” salados se les solían vender a las cuadrillas eventuales que llegaban para coger la aceituna, y a las que se contrataba normalmente “a destajo” mediante un acuerdo en el que siempre se incluía determinado número de arrobas de vino de la “Venta del Parro”, situada junto al puente del Guadiana Menor. En una ocasión apareció un pequeño barbo del río en una garrafa de vino porque el Tío Parro solía “bautizar” el vino.
Cuando en mi casa se terminaba un jamón de nuestra matanza, mi madre me mandaba a la herrería para que Juan, el herrero, cortara el hueso en pedazos que después se utilizarían para hacer puchero. Mientras lo hacía, Juan solía aprovechar los pequeños restos magros del jamón para tomar una tapita con la que acompañar un trago de vino de su bota.
El guarda de la finca se encargaba de colocar en la Sierra de las Cabras cebos de tocino con estricnina (un alcaloide muy tóxico, cuyo uso está ya prohibido) para matar así a los zorros que amenazaban la caza y las aves de corral. Siempre lo hacía en el invierno, cuando el pelaje de estos animales era más lucido y resistente. Él mismo se encargaba de retirar toda la carne de la alimaña y de rellenar la piel con paja. Del techo del pasillo de la entrada principal del cortijo pendían rellenas de paja numerosas pieles de zorro, que los “señores” se llevaban a Madrid para venderlas a las peleterías de la capital.


3.- La convivencia.

Las labores del campo eran penosas, y las jornadas laborales muy largas. Pese a todo, la convivencia entre quienes compartíamos aquel espacio, adultos y niños, era en general muy agradable.
Uno de mis primeros amigos en Los Propios, de quien más adelante hablaré más ampliamente, fue un tractorista natural de Quesada, de aproximadamente 52 años de edad entonces, moreno y pequeño de estatura, que me tenía gran afecto; conversaba conmigo en las cocheras de los tractores, muy próximas a mi casa, o en la fragua donde el herrero forjaba o reparaba las piezas necesarias para los aperos de labranza; cada vez que llegaba al cortijo de regreso del pueblo se acercaba a mí de forma aparentemente distraída para que yo pudiera meter mi mano infantil en el bolsillo de su pelliza, donde siempre había algún caramelo. Se llamaba Juan de Mata, “Matilla” para mis padres, seguramente por su pequeña estatura.
En sus conversaciones conmigo, y pese a mi corta edad, me hablaba frecuentemente de lo que había que trabajar para salir adelante y me aconsejaba vehementemente: “Luiche (así me llamaban cariñosamente), estudia, pero no olvides nunca lo que en el cortijo estás viendo y viviendo”.
Quienes conocieron aquella vida saben bien lo que se vivía. Mi situación era sin duda privilegiada en comparación con la de los jornaleros que allí conocí, pero todo el personal, con o sin salario, mantenía una relación de servidumbre y sumisión con respecto a los propietarios de aquel latifundio, lo que desde luego no escapaba a mi mirada infantil. Llamaba, por ejemplo, poderosamente mi atención observar cómo los trabajadores se quitaban la gorra e inclinaban la cabeza ante la llegada desde Madrid del “señorito”, que afortunadamente no era demasiado frecuente.
Juan Bayona Jiménez (“Pilas”), paseaba en carro de bueyes a Dª Mercedes, Marquesa de Las Claras, cuando ella quería visitar la finca, “porque en coche no podía ver nada”.
Mi vida transcurría feliz entre la escuela unitaria del cortijo, a la que asistíamos niños de todas las edades, mis juegos en las “rías” (que antes tuvieron agua y patos), situadas frente a la casa en la que residía mi familia, y mis zascandileos por casas, cuevas e instalaciones de toda la finca: la cocina de los caseros, el almacén de maderas, la herrería, la central eléctrica, las cuadras, las cocheras de los tractores, el jardín, el pilar donde abrevaban los bueyes, la era donde se jugaba al fútbol… Recuerdo con especial agrado cómo montaba un burro “a pelo” y sobre él saltaba el caz.


4.- La escuela y la formación.

La primera escuela que hubo en Los Propios la creó en 1945 mi tío Tomás en la “cocina de los caseros”. El maestro era el “apiensaor” de las bestias. Después se instalaría en el patio principal del cortijo la escuela unitaria a la que yo asistí.
Apenas guardo recuerdos de aquella primera escuela. Sólo sé que era un aula unitaria para niños de todas las edades atendida por una maestra que prestaba su atención con gran dedicación a cada alumno y le encomendaba las tareas adecuadas a su edad y formación. Allí aprendí a leer, a escribir y las “cuatro reglas” de matemáticas, conocimientos que me reforzaban en casa.
Cuando cumplí ocho años, mis padres decidieron enviarme a Úbeda para que, residiendo en casa de mis abuelos maternos, pudiera seguir mis estudios en el colegio salesiano. Creo que el curso escolar 1959-1960 fue el primero en el que me matricularon allí.
Aunque desde siempre fui un buen estudiante, la rigurosa disciplina del colegio y la de mi abuelo Luis no me fueron fáciles de asumir. Estaba muy acostumbrado a una vida de libertad muy distinta a aquella. De hecho, una noche escapé de casa de mis abuelos e intenté (sin éxito, claro) llegar al cortijo a pie. Esperaba ansioso la llegada de las vacaciones para regresar a Los Propios.
En una ocasión, no recuerdo exactamente cuándo, una de las “señoritas” de Los Propios, conocedora de mi fama de buen estudiante, me regaló el libro de Dale Carnegie Cómo ganar amigos e influir sobre las personas. Me pareció interesante, y llamó rápidamente mi atención la primera de las reglas que Carnegie considera fundamental para tratar a los demás: “no critique, no condene ni se queje”. Poco más recuerdo de ese libro.
Ahora pienso que los “jefes”, como solíamos llamar a los propietarios del cortijo, nos intentaban aleccionar con más o menos discreción. Hace algunos años encontré entre los libros de mi padre un par de ejemplares que probablemente le habían sido regalados por ellos. Uno era Mein Kampf, de Adolf Hitler; el otro era una autoedición de un pequeño folleto titulado Pensamientos cuyo autor era, si no recuerdo mal, Faustino Rodríguez de San Pedro, el último de los “jefes” que mi padre tuvo como administrador de Arévalo del Guadiana, una de las tres fincas que resultaron de la división de Los Propios. Uno de esos “pensamientos” creo que era: «quien se apoya en la canalla del pueblo tiene cimientos de barro». Otro decía, si no recuerdo mal: «la mujer es un animal hermoso, estúpido y maravilloso». El folleto en cuestión estaba dedicado por el autor: «Con afecto a su fidelidad».
Lo cierto es que el Conde de Rodríguez San Pedro, que tanto afecto decía tener a la fidelidad de mi padre, vendió el cortijo de Arévalo y puso a su administrador en la calle inesperadamente y sin previo aviso tras una vida de honrada labor, continuación de la que desempeñó mi abuelo paterno. Yo estaba delante aquella mañana; mi padre sufrió uno de sus mayores golpes. Eran los años 70, y yo estaba en la Universidad de Granada; ya estoy rompiendo el curso cronológico de los acontecimientos, pero el hilo de los recuerdos es así. Después regresaré a Arévalo.


5.- La religión.

El cortijo de Los Propios disponía de su propia capilla, donde se celebraban bautizos, primeras comuniones (la mía fue el 25 de agosto de 1958), los ritos propios del “mes de María”, misiones de recristianización de las clases populares, etc. La “casa de los señores” tenía un acceso directo al coro de la capilla.

Durante el mes de mayo, todos estábamos obligados a asistir al rezo de las letanías lauretanas, naturalmente en latín, lo que daba lugar a graciosas confusiones entre los trabajadores asistentes. Así, Antonio Segura Zapata, “el Tuto”, rezaba con mucha fe, aunque sustituyendo la repetida respuesta “ora pro nobis” (“ruega por nosotros”) por la de “otro automóvil”, que le resultaba mucho más familiar.




Cortijo de Los Propios. Fiesta de Nuestra Señora de las Mercedes. Años 40.



En otra ocasión, y durante la misa, el sacerdote pidió agua para el rito de la consagración. “Tuto”, diligente como de costumbre, se acercó al altar con un cántaro lleno. Y es que a “Tuto”, si se le pedía agua, era para que trajera un cántaro.
Durante las misiones de recristianización organizadas durante el franquismo, los obreros debían aprender los diez mandamientos, confesarse y tomar la comunión. Como es bien sabido, la dictadura de Franco convirtió al catolicismo en uno de sus elementos ideológicos fundamentales.
En Los Propios, algún misionero comentaba jocosamente la confesión de un jornalero, naturalmente sin identificarlo. A su pregunta en el confesionario sobre el quinto mandamiento (“¿has matado?”), el penitente había respondido: “no, padre; este año estaba muy cara la cebolla y he vendido el marrano”. En otra ocasión, un campesino aconsejaba a otro de “pocas luces” lo que debía confesar ante el misionero cuando le preguntara sobre el séptimo mandamiento: haber robado un braván (un gran arado) y habérselo llevado en la barja.
No obstante, los domingos solíamos ir a misa a la iglesia de Hornos de Peal, la aldea más próxima, cuyo retablo había sido costeado por los “señores” de Los Propios. Allí Don Horacio Moreno, un orondo sacerdote que presumía de haberse dejado intentar enterrar vivo por “los rojos” por negarse a renunciar a su fe, nos aleccionaba con sus largos sermones, aunque durante los mismos los campesinos solían salir a la puerta a fumar un cigarro. Eran, pues, las mujeres y los niños quienes debíamos escucharlo. Casi todos versaban sobre el sexto mandamiento.
En las noches de verano, numerosas mujeres solían reunirse sentadas en círculo a la puerta del cortijo para rezar el rosario mientras los niños jugábamos cerca. En una de esas ocasiones, una culebra cayó del tejado provocando la desbandada general. En otra, un meteorito cayó en un olivar, cerca de las cocheras de los tractores; quemó un olivo, produjo un pequeño cráter y dejó en el ambiente un olor sulfuroso, que, como en el caso de la culebra, se asoció inevitablemente al Maligno.
Mi abuela paterna, María, una mujer graciosa, simpática y muy querida por todo el personal, intentaba quitarme el miedo que tantas historias (demoníacas o no) transmitían a los niños: en las noches de verano, sentada a la puerta del cortijo, me ofrecía un caramelo si era capaz de dar completamente solo la vuelta al caserío, saliendo por un lado y regresando por el contrario. Yo así lo hacía bajo su estrecha vigilancia. Siempre se lo agradeceré.


6.- Ocio y deporte.

     Pese a la dureza de los trabajos agrícolas, buena parte del personal estaba siempre dispuesto a jugar un partido de fútbol en la era al terminar la jornada laboral. Ignoro en qué liga regional jugaba Los Propios, pero por allí pasaron a competir otros equipos de Úbeda, Quesada y Peal.






 Mi tío Tomás, entonces administrador de la finca, solía homenajear al equipo rival con una generosa sartén de migas o un buen arroz, acompañados de vino del Tío Parro. De esta manera conseguía, además, que a la hora del partido los rivales estuvieran menos ligeros y se les pudiera vencer con más facilidad.

En esa misma era, en una zona cubierta de punzantes pilas de esparto entre las que se formaban calles, aprendí a montar en bicicleta. Mi padre sujetaba mi bicicleta por el sillín y me soltaba al entrar por las calles entre el esparto para que me viera obligado a mantener el equilibrio con objeto de no pincharme.

La noche de San Juan celebrábamos el solsticio de verano lanzando cubos de agua a cualquier despistado viandante que pasara delante de una puerta o bajo un balcón. Siempre era mi abuela María quien tomaba la iniciativa.

El verano era sin duda la época más divertida, sobre todo cuando ya estaba estudiando en Úbeda y regresaba a Los Propios de vacaciones. Recuerdo con especial agrado los baños en la presa de la central eléctrica, las siestas de juegos en “las rías” o en el jardín, los paseos en bicicleta o a pie hasta la carretera al final del carril, donde Tuto iba cada tarde a recoger el correo que traía el autobús, y la caza nocturna de gorriones con linterna y escopeta de perdigones en las choperas, en los álamos o en la Venta del Parro.

Tampoco eran despreciables los humildes guateques que niños y niñas organizábamos en la cueva de mi amigo Ramón (a quien llamábamos “Mon”), donde bebíamos gaseosa preparada con papelillos “El Tigre”.

A veces tuve ocasión de observar en la central eléctrica partidas de cartas en las que se jugaba bien poco, y más bien se bebía vino acompañado con fritadas de barbos de río adobados, “liebre” (o sea, gato, que se había dejado al aire libre untado con vinagre la noche anterior) o “pescada” (o sea, culebra de río cortada a rodajas, por cierto más sabrosa de lo que yo podía pensar).

Durante las calurosas noches de verano, las aceras de la fachada del cortijo eran el punto de reunión de todo el mundo. Se escuchaba flamenco en la radio (allí me aficioné a disfrutar los cantes), se bebía vino en bota, se charlaba de todo lo divino y lo humano y se gastaban bromas, algunas bastante crueles, sobre todo a los llamados “tontos” (dicho sea con todo respeto a varios honrados obreros que tenían alguna discapacidad intelectual).

Una de esas noches alguien convenció a Antonio Segura Zapata, “Tuto”, de que saliera con un saco y un candil a coger gambusinos (animales imaginarios supuestamente esquivos que teóricamente sólo se pueden cazar de noche). Así lo hizo ante la atenta y burlona mirada de los demás. Al cabo de un rato, Tuto apareció con su candil y su saco, donde algo se movía violentamente. “¡He cogido un gambusino!”, gritaba feliz. Había colocado en la boca de una pontanilla de riego el saco abierto y se había introducido en él una liebre.

Durante el otoño, el invierno y los días de lluvia, este ambiente se trasladaba al amplio salón interior de la cocina de los caseros. En las ascuas solíamos asar ricas setas o patatas.

La Navidad se celebraba en ese mismo salón, donde se cantaban villancicos tradicionales acompañados con instrumentos musicales como la zambomba o una cuchara que hacía sonar el casco de la botella de anís. En ocasiones, alguien (no recuerdo quién) cantaba y tocaba el acordeón.


7.- Visitas a Quesada e Hinojares.

A veces pasaba temporadas en Quesada, en la casa que mis tíos César y Ángeles habitaban cerca del Humilladero, para jugar con mi querido primo Tomás (Tomasete), desgraciadamente ya fallecido, por los pinares próximos.

Mi primo era bastante revoltoso. Un día tuvo la idea de provocar una explosión a la manera de las películas del oeste, así es que vaciamos una caja de cartuchos para sacarles la pólvora, nos dirigimos al antiguo Museo Zabaleta (entonces en construcción), hicimos un montoncito de pólvora en cada pilar y unimos los montoncitos con un hilo de pólvora, que procedimos a encender. Naturalmente, no hubo explosión alguna, pero él sufrió una quemadura y ambos acabamos detenidos por los municipales en la dependencia de la Explanada que hoy ocupan unos servicios públicos. Entonces Zabaleta vivía, pero yo no lo conocía, ni podía imaginar cómo después me iba a interesar su figura y su obra.

Otras divertidas visitas a Quesada eran las que hacíamos al cortijo de José María Bueno, padre de mi tía Carmela y al que yo llamaba abuelo. Se trataba de Fuente Pardo, a donde subíamos en reatas de burros que él nos mandaba al Puente de la Madre. Era, y sigue siendo, un lugar maravilloso.

En ocasiones acompañaba a mi padre hasta Hinojares. Él debía ir allí periódicamente a cobrar el arrendamiento de las tierras de aquel término que los propietarios de Los Propios habían acordado con gentes de la localidad. Nos reuníamos con los arrendatarios en una taberna; los adultos tomaban unos vinos y al niño se le ofrecía siempre zarzaparrilla, una bebida refrescante que nunca más he vuelto a encontrar en ningún sitio.

Mi padre y mi tío arrendaron una finca cerca de Quesada, en Lacra, donde solíamos ir desde Los Propios atravesando el Guadiana Menor por el puente situado al pie de la Sierra de las Cabras. Disponía la finca de un pequeño caserío, un patio con abrevadero, una huerta y una era. Tenían allí una vaca lechera que yo aprendí a ordeñar para tomar un vaso de leche caliente recién ordeñada como merienda.

También tuvieron arrendada otra finca en la Fuente de las Mulas, próxima al río Extremera, pero esta no recuerdo cómo era.


8.- La Yesera.

Junto a la estación de ferrocarril de Quesada, mi abuelo Tomás había adquirido, posiblemente en los años 30, un cerro rico en yeso cristalizado. Allí montó varios hornos donde cocía el mineral extraído de la cantera para comercializarlo. Con los beneficios obtenidos fue comprando pequeñas parcelas agrícolas colindantes, de modo que cuando yo conocí el lugar ya era una finca de olivar, aunque aún se conservaban los restos de los hornos de la cantera. Desde la cantera se accedía a una amplia cueva de brillante yeso cristalizado que solíamos visitar porque estaba dotada de iluminación eléctrica producida con un generador.







 También contaba “La Yesera” con varias casas, un pequeño jardín, un almacén y una alberca en la que nos bañábamos durante el verano.

En la parte más baja, junto al carril de acceso, había un pozo cuyas aguas tenían un fuerte sabor a bicarbonato; las gentes solían utilizarlas para ablandar los garbanzos.

Desde “La Yesera” solíamos ir a visitar el monumental puente de ferrocarril de Arroyo Salado, en cuyos alrededores cogíamos espárragos. Curiosamente muchos años después, el 23 de febrero de 1981, estaba yo buscando espárragos allí cuando se produjo el golpe de estado. En esas fechas ya trabajaba en el Instituto de Jódar, donde vivía con mi mujer y mi hija Libertad. Me enteré de la intentona golpista al regresar al pueblo.

9.- Fumigaciones aéreas.

Una extraordinaria novedad llegó en los años 60 a Los Propios. Una avioneta monoplaza Piper aterrizó en un campo preparado al efecto. Su misión era fumigar los cereales con pesticidas. Para conseguir el mejor resultado, se nos dotaba a los niños de una banderita blanca atada a un palo con la que indicábamos al piloto la zona ya fumigada. Con ella nos íbamos trasladando unos metros para que la avioneta diera la siguiente pasada sobre una zona aún no fumigada. Era, sin duda, una barbaridad, porque acabábamos impregnados de aquel producto tóxico, pero entonces no éramos conscientes de su peligrosidad.

El piloto utilizaba el combustible de la avioneta (queroseno) también para limpiar la aeronave, lo que los campesinos consideraban un derroche innecesario. Uno de ellos, que tenía una pequeña moto Guzzi, le pidió al piloto que le diera un poco de aquella gasolina para su vehículo. Pese a las advertencias de este, lo utilizó y la motocicleta se gripó casi al instante. Otros reservaban en botellas un poco de aquel queroseno para alimentar sus mecheros, aunque los “chisques” más utilizados entonces eran de yesca.


10.- La estación de Los Propios.





La estación de ferrocarril de Los Propios tenía entonces mucha vida, pues allí se acumulaban para su embarque en trenes enormes pilas de troncos de pino destinados a hacer traviesas. Paraba diariamente en ella hasta el Talgo Madrid – Granada. Existía un complejo de bonitas viviendas a la derecha de la vía, saliendo en dirección Jódar. Al ir y venir de Úbeda a Los Propios solíamos hacer una parada en la estación, donde vivían buenos amigos, y tomar una copa con ellos en la cantina. Para un niño, aquel lugar era todo un espectáculo.

Los grandes camiones de RENFE transportaban hasta la estación los troncos de pino procedentes de la Sierra de Cazorla. Cuando una gran crecida del Guadiana Menor destruyó el puente situado junto al cortijo de Los Propios, cerca de la venta del Parro, esos camiones debían vadear el río y a veces quedaban atascados en su lecho; en esas ocasiones, los bueyes del cortijo se utilizaban para sacarlos, tirando de los vehículos con su fuerza descomunal.


Febrero de 1954. Construcción del nuevo puente sobre el Guadiana Menor.


11.- La división de Los Propios. Arévalo del Guadiana.

En los años 60, la finca se dividió en tres (supongo que por motivos de herencia): Los Propios, San José de Los Propios y Arévalo del Guadiana. La primera mantuvo las construcciones antiguas, y en San José y Arévalo se construyeron nuevas instalaciones. El personal también se repartió entre las tres fincas, y mi padre fue destinado como administrador a Arévalo, donde trasladamos la vivienda familiar.






 Siempre fui incapaz de conocer con precisión las relaciones de parentesco entre los “nobles” propietarios, primero de Los Propios y después de San José y de Arévalo. Tampoco me interesó demasiado. Sí recuerdo que en mi casa se seguían con interés, y hasta con orgullo, las noticias que sobre “los señores” aparecían en la revista “Hola” o en publicaciones similares. Creo que todos ellos eran herederos de los Marqueses de Montefuerte y Condes de Paraíso.

Tal vez el primer propietario de Arévalo fuese José Joaquín Márquez y Patiño, Duque de Grimaldi, que murió en marzo de 1973 al volante de un Porsche 911. Lo único que sé con cierta seguridad es que último “jefe” de Arévalo que conocí fue Faustino Rodríguez San Pedro, Conde de Rodríguez San Pedro.

Sus hijos eran más o menos de mi edad, y en alguna ocasión, cuando yo cursaba ya el Preuniversitario en Úbeda y mis padres residían ya en un piso de esa ciudad (aunque mi padre seguía bajando a diario al cortijo), debí acompañarlos a cazar siguiendo instrucciones de mi padre. Y es que, como antes señalé, todo el personal del cortijo, con o sin sueldo, estábamos al servicio de los “señores”. Yo disponía entonces de una escopeta belga de perrillos del calibre 16 que mi padre me había regalado; según me contó, alguien la había encontrado enterrada, cubierta de grasa y envuelta en papel, de modo que debía proceder de la guerra civil.

En alguna ocasión llegaron “los señores” de madrugada al cortijo desde Madrid y pidieron que mi madre les hiciera unas migas, a lo que ella accedió. Prefiero olvidar otros casos bochornosos que presencié cuando, pasado de alcohol, alguno de los jóvenes señoritos faltó gravemente al respeto a personas que vivían y trabajaban en Arévalo.

En aquella finca, durante las vacaciones de verano, realicé mis únicos trabajos agrícolas para ganar algún dinero. Y son trabajos que recuerdo con agrado porque me permitieron disfrutar de unas hermosas noches. El primero fue controlar la salida del grano sobre la plataforma lateral de la cosechadora e ir atando los sacos que se iban llenando; así recorrí todo el Cerro Huedo, entonces sembrado de cereal y hoy cubierto de olivos. El segundo, alimentar con grano la máquina eléctrica limpiadora de trigo en el almacén situado junto a mi casa. Mis trabajos terminaban al amanecer.

Otras faenas, estas realizadas por puro divertimento, era subirme al trillo en la era y dar vueltas a la parva o conducir el pequeño tractor Ferguson, que fue el primer vehículo que piloté. También disfrutaba observando las interminables reatas de burros y mulos que hacían cola ante el almacén de patatas para que se les pesaran y cargaran los sacos de papas que compraban para transportar a los pueblos cercanos.

En Arévalo conviví también con muchas personas de Quesada y Hornos a las que recuerdo con gran cariño, aunque no me atrevo a nombrarlas porque seguramente me dejaría atrás a algunas. Una de ellas era Antonio Segura Zapata, “Tuto”, que también fue destinado allí. De él he hablado en varias ocasiones más arriba. Era natural de Quesada y vivía en una casa del arrabal muy próxima a la que actualmente tenemos nosotros allí. Una enfermedad de la infancia había limitado notablemente su capacidad intelectual, pero recordaba perfectamente las enseñanzas recibidas de su madre antes de la enfermedad. Le tenía un gran cariño a mi madre, que lo trataba con mucha delicadeza.
Tuto era la única persona que se atrevía a imitar a Don Faustino, el “jefe”, sin miedo a represalias. Y lo hacía con un gracejo excepcional, pese a las advertencias de mi padre. Cuando alguien le decía “Antonio, eres tonto”, él respondía: “Estamos muchos varios”.
En una ocasión, Don Faustino trataba de buscar el método de acabar con la “avena loca” que crecía en los trigales, y sugirió que Tuto se podía encargar de arrancarla. Éste cogió una hoz, acompañó al jefe y al administrador al trigal verde de Cerro Huedo y se puso a segar por parejo el sembrado. Naturalmente, y visto el resultado, el jefe desistió de su iniciativa.
Tuto debió aprender bien a santificar las fiestas, pues un domingo de agosto en el que solamente estábamos en Arévalo él, mi padre y yo, se presentó una tormenta, y mi padre, consciente de que había en los rastrojos muchos sacos de trigo que se podían mojar y había que llevar con urgencia al almacén, llamó repetidamente a Antonio. Tuto no apareció, de modo que mi padre y yo tuvimos que enganchar el remolque al tractor y recoger los sacos de cereal. Al llegar al cortijo, Tuto estaba plácidamente sentado en la acera, liando un cigarro con su petaca. Decía no habernos escuchado.
Pero no todo era tan amable como pueda parecer en estas anécdotas. Recuerdo que algunos trabajadores, con la autorización de mi padre, solían plantar su pequeño huerto entre los olivos de riego; en una ocasión, el “jefe” descubrió una de esas huertecillas y dio orden de destruirla. Desde ese momento, nadie pudo plantar otro huerto en el olivar. Así funcionaban las cosas.
Una vez en la Universidad, yo seguía yendo a Arévalo en vacaciones hasta que la finca fue inesperadamente vendida a finales de los 60 o principios de los 70 y mi padre se quedó sin trabajo. Afortunadamente, él consiguió un nuevo empleo en Córdoba, en la industria, y salió adelante. Pero mi relación con aquellos cortijos, no con sus gentes, se acabó.


12.- La sorprendente y emotiva historia de Juan de Mata Vílchez Sánchez.

Como ya señalé en el tercer apartado de este trabajo ("la convivencia"), en la finca hice de niño una buena amistad con un tractorista de Quesada llamado Juan de Mata.

Ahora, pasados ya sesenta años y dedicado por afición a la investigación histórica de Quesada, me he reencontrado con su recuerdo y con su figura de manera casual, e inimaginable en aquellos años de infancia en los que lo conocí:

Yo escuchaba frecuentemente entonces a los adultos chismorrear sobre las vidas privadas de los obreros que trabajaban en Los Propios, sobre su historia y sus familias. Siempre me llamó la atención que nadie comentaba nada sobre Juan de Mata, apenas que “convivía en Quesada con una mujer que no era la suya”. La figura de Juan de Mata estaba rodeada de una extraña sensación de misterio.

Juan de Mata murió trabajando, en un accidente de tractor cerca de Peal, el 19 de agosto de 1959. Allí fue enterrado. Durante los años siguientes, cuando acudía con mi familia al cementerio de Peal para recordar a mis abuelos y adecentar su sepultura, yo no olvidaba reservar algunas flores para la modesta tumba en tierra de Juan de Mata y limpiar su fotografía adherida a una sencilla cruz de hierro. Mis padres miraban atentos y emocionados el gesto, que no les sorprendía porque conocían bien mi cariño hacia él.

A finales de 2017, conversando con Vicente Ortiz García, interesado como yo en la historia de Quesada, le referí ese lejano recuerdo; él me comentó entonces que, entre la documentación que estudiaba, figuraba un tal Juan de Mata Vílchez Sánchez que había tenido una relevante actuación en Quesada durante la República y la Guerra Civil que acabó con ella. Su información despertó inmediatamente mi interés y me propuse confirmar si se trataba de la misma persona que yo conocí hacía tanto tiempo en Los Propios. En el registro civil de Peal conseguí el acta de defunción de mi amigo y, efectivamente, era él.

 Comprendí entonces de dónde procedía el silencio que rodeaba la figura del buen Juan de Mata. Había sido un importante miembro de la C.N.T. local, miembro del  Consejo Obrero durante la Guerra Civil y preso en la cárcel de Logroño.

Juan de Mata Vílchez Sánchez nació en la calle de La Carrasca el 23 de septiembre de 1902. Su padre se llamaba Domingo, profesión “del campo”, y su madre Bienvenida, “dedicada a las ocupaciones propias de su sexo”. Es difícil saber algo más de él en sus primeros años. La gente de su edad y condición apenas deja más huella y rastro en el mundo que el trozo de tierra donde yace.

Juan de Mata tenía instrucción; no sabemos donde la adquirió, si en  la escuela o por otro medio, pero la tenía. Su firma no está dibujada como suelen hacerla las personas que apenas saben juntar letras; es automática, propia de quien no tiene que “pensar” los trazos, de quien tiene costumbre de escribir. Y de leer. No era esto frecuente entonces. Su padre, como el ochenta por ciento de los quesadeños de aquel tiempo, no sabía leer ni escribir.

Juan de Mata heredó la profesión del padre: “del campo”. Llegado su tiempo, se casó con Ana María el día 20 de abril de 1929. Proclamada la República en 1931, se afilió a la C.N.T., de la que llegó a ser secretario local. Quesada, junto a Peal, fue uno de los principales núcleos anarcosindicalistas de la provincia.

Toda la información disponible sobre él durante la Guerra Civil procede del procedimiento sumarísimo de urgencia 41.698, que por el delito de rebelión militar se le siguió en 1939 tras el triunfo franquista.
El proceso nace de una primera denuncia que le acusa de incautar “como presidente de la Junta Administrativa” productos existentes en la finca El Salón por valor de más de doscientas mil pesetas. Y es que Juan de Mata fue el administrador de las fincas incautadas y de sus productos. Primero como presidente de la “Junta Administrativa”, y desde primeros de octubre de 1936 como tesorero del “Consejo Obrero” que dirigía la “Colectividad Agrícola” en la que se habían integrado las tierras incautadas. (Puede consultarse en la Revista Municipal de Información y Cultura  de Quesada correspondiente a 2014 el artículo que publiqué sobre la reforma agraria de la Segunda República).
Ante el juez militar reconoció que por este concepto había manejado “grandes cantidades de dinero que seguramente han sobrepasado los dos millones de pesetas”, cuantía que no podía precisar por no haber presenciado la liquidación de la colectividad. En la sentencia se daba por probado que había manejado varios millones de pesetas y que todas las noches se hacía cargo de la recaudación de los comercios que habían sido intervenidos. Además,  como administrador y tesorero, se hizo cargo de “las alhajas de la Virgen de Tíscar” y otros objetos de culto procedentes de las iglesias.
No se le acusó de apropiarse de bienes algunos ni de causar daño personal en aquellos difíciles momentos. Ninguno de los testigos ni de los informantes de su proceso insinúa siquiera que se quedara con algo de lo mucho que administró o que hiciera algún daño a alguien. Su proceso fue exclusivamente político, de los muchos que tras la guerra civil se llevaron a cabo basándose en informes como los que sobre Juan de Mata presentó en 1939 la alcaldía de Quesada: “Juan de Mata Vílchez Sánchez está considerado como muy peligroso, dirigente activísimo de la C.N.T. y de la F.A.I., escopetero, incautador de fincas y de las alhajas de la Virgen de Tíscar, activo sembrador de odios contra las clases consideradas como de derechas, a las que perseguía sañudamente”.
Las alhajas de la Virgen se entregaron en Valencia, sede de la administración republicana, “por el conducto reglamentario” y se recuperaron en 1939. Esa es la explicación de por qué, habiendo desaparecido la imagen antigua, las alhajas antiguas sí se conservan.
Tras la ocupación de Quesada por las tropas franquistas fue detenido y permaneció encarcelado en el pueblo hasta su traslado a la prisión provincial de Jaén a principios de 1940. El 20 de mayo de 1940 fue condenado por el delito de “auxilio a la rebelión militar” a veinte años de reclusión temporal, por lo que se le internó en la prisión de Logroño, donde permaneció hasta el 19 de julio de 1943. En esa fecha fue puesto en libertad condicional vigilada, fijando su residencia en Quesada. Mantuvo la condicional hasta que fue indultado el 29 de noviembre de 1951.
En marzo de 2018, con la inestimable ayuda del Ayuntamiento de Peal, localicé de nuevo su modesta tumba, hoy casi desaparecida entre nuevas sepulturas y ya sin identificación alguna. Comprobé en el Registro Municipal que el lugar de su enterramiento figura a nombre de Francisca Plaza González, una persona en ese momento desconocida para mí.
Con la colaboración del  Registro Civil de Quesada, donde recibí todo tipo de facilidades, con innumerables entrevistas a personas de avanzada edad que pudieran facilitarme alguna pista, y finalmente con la definitiva ayuda de los descendientes de su segunda mujer, he conseguido reconstruir el final de la vida de mi amigo.
Durante la prisión de Juan de Mata, su mujer lo abandonó para convivir con otro hombre. No hay que juzgar con criterios actuales estos hechos ni a unas mujeres que quedaban peor que viudas, estigmatizadas por ser mujeres de rojos y a merced de la miseria y del hambre.
A su regreso de la cárcel de Logroño, Juan de Mata conoció a Francisca. Efectivamente, esa a cuyo nombre está la tumba de Peal. Francisca, que había nacido en Lacra en 1905 y fallecería en Quesada en 1984, era entonces viuda de guerra y tenía un hijo y una hija de su primer matrimonio: Ramón y Prudencia Molina Plaza.
Tras diversas vicisitudes pude hablar con varios nietos de Francisca Plaza González, que amablemente me facilitaron algunas fotografías y compartieron conmigo los recuerdos que les había transmitido su madre.
Al quedar viuda, Francisca y sus hijos quedaron en la más completa indigencia. Le había quedado una pollina que tuvo que vender para sobrevivir, con la mala fortuna  de que los billetes de la República emitidos con posterioridad a 1936 dejaron de tener valor legal y sin compensación alguna fueron anulados. Francisca se quedó sin pollina y sin dinero. Es de imaginar su dramática situación en aquellos trágicos años. Pasó “mucha necesidad” y tuvo graves dificultades para sacar sola a sus hijos; se buscaba el sustento espigando y segando hierba, aunque según recuerdan los nietos haber oído contar, los guardas le solían quitar los sacos que llevaba para su casa.
Tras la vuelta de Juan de Mata en 1943, en algún momento decidieron Francisca y él vivir juntos. Eran dos personas solas, un expresidiario en libertad condicional abandonado por su mujer y una viuda de guerra que luchaba sola por sus dos criaturas. Compartían la soledad y la pena propia de dos vidas truncadas, destrozadas por la guerra.
Sus nietos, hijos de Prudencia, siempre oyeron comentar en su casa que Juan de Mata “ayudó en todo” a Francisca y que trató a sus hijos como si fueran de él. Y efectivamente, como hijo suyo recomendó a Ramón para un puesto de trabajo en Los Propios.
Con aquella unión la vida de ambos mejoró. Juan de Mata facilitaba a Francisca y a sus hijos todo lo necesario dentro de sus modestas posibilidades. Francisca le dio a Juan de Mata la familia que el destino le había quitado. Fueron dos vidas humildes que se apoyaron mutuamente en aquella trágica posguerra. Entendí entonces el motivo de los comentarios que yo escuchaba siendo un niño: Juan de Mata convivía con una mujer que no era la suya.
Nunca se pudieron casar. Por aquello de “defender la familia”, el franquismo había abolido la ley de divorcio de la República. Cuando el divorcio se volvió a legalizar en 1981, Juan de Mata llevaba mucho tiempo enterrado.
Según me indicaron otros informantes consultados, al morir Juan de Mata en aquel dramático accidente laboral de 1959, los dueños del cortijo de Los Propios intentaron que Francisca percibiera la indemnización correspondiente, pero no lo consiguieron al no ser ella legalmente su esposa. La muerte de Juan de Mata volvió a dejar a Francisca en precario. Por suerte, sus hijos ya habían crecido.
La muerte de Juan de Mata en el verano de 1959 fue la primera que yo sentí en mi vida. Lo acompañaban en el tractor aquel día otros dos trabajadores, uno de los cuales también murió. Llevaban a Los Propios una carga de yeso desde la cantera de Pozolobo y volcaron en una curva de los Cerros del Atalayón, a la salida de Peal. Los cadáveres se velaron en una casa particular que alguien ofreció. Todos los trabajadores de Los Propios fueron, andando hasta Peal, a su entierro.
Hoy considero que Juan de Mata Vílchez Sánchez, pequeño de estatura pero grande en honradez y convicciones éticas y políticas, se compartan o no, merece nuestro recuerdo y nuestro homenaje. No olvidemos tampoco a su compañera, Francisca Plaza González, por mujer aún más olvidada. Ambos representan a ese grupo mayoritario de la población que no suele figurar en los libros de historia, pero que la escribe a diario con su trabajo, su esfuerzo y su sufrimiento.
El azaroso trabajo de investigación sobre Juan de Mata y Francisca, que compartí con Vicente Ortiz García, dio lugar a un artículo publicado en la Revista Municipal de Información y Cultura de Quesada en 2018.
Y el reencuentro con lo que queda de su sepultura, aquella que yo cuidaba siendo niño, me animó a colocar en ella una placa de cerámica identificativa para evitar que su memoria se pierda para siempre en ese olvido al que parece estar condenada toda la información referente a la Segunda República española:



14 comentarios:

  1. Me parece maravillosa la historia
    Por qué yo la he vivido
    Conocí a las personas que describes
    Mi padre también trabajó lo conocía todo el mundo.
    Era un hombre tan fuerte que cuando venía el marqués pedía verlo
    Te contaría mil historias
    Esto fue antes de partir la finca

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    1. Muchas gracias. Me gustaría saber quién eres y conocer esas mil historias de las que me hablas. Por favor, ponte en contacto conmigo a través de mi correo electrónico: luisje.garzon@gmail.com. Un saludo.

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    2. Hola si que te puedo contar historias, pues escribo desde hace más de treinta años.
      Pero esos recuerdos de la infancia siempre me acompañan Gracias

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    3. Estaría encantado de conocer esos recuerdos tuyos relacionados con el cortijo de Los Propios. Te agradecería que me los hicieras llegar, si te parece bien. Muchas gracias. Un saludo.

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    4. Mi padre también trabajo ahí se llamaba candelario plaza segura me gustaría tener una foto de el

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    5. Mi padre trabajaba en el cortijo los propios candelario plaza segura

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    6. ¿En qué años? ¿De qué pueblo era vecino (Quesada, Peal, Hornos...)? Un saludo.

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  2. La foto de procesión con las niñas de costaleras, es en el cortijo de los prropios.

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  3. Gracias, lleva razón. Ya he corregido el pie de foto.

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    1. En esa foto aparece mi padre. Yo también tengo recuerdos de los propios.Mis abuelos vivieron algunos años allí. Recuerdo que donde vivían ellos había una escuela,y justo debajo,la vaquería. Mi abuelo " Rufo" se encargaba de las vacas. A la izquierda estaba la casa de tu tíos Tomás y Carmela que lindaba con la de los jefes.Mis recuerdos se remontan ala segunda mitad de los 60.. De Tuto me acuerdo perfectamente; mi padre hacía referencia a menudo de su frase..hablemos muchos varios. Me ha encantado leer tu artículo y estaría encantada de recibir y compartir recuerdos de los Propios.

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    2. Muchas gracias por tu comentario. Recuerdo perfectamente a tu abuelo "Rufo". ¿A qué foto te refieres? ¿Quién era tu padre? Si lo deseas, puedes ponerte en contacto conmigo a través del correo electrónico luisje.garzon@gmail.com Te agradeceré cualquier aportación o recuerdo. Saludos.

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    3. Me refiero a la foto de la procesión.Mi padre,Ángel,aparece a la derecha.De los tres hombres,el que está en medio.Tenia una mancha rojiza en la barbilla.El y mis tíos trabajaron mucho en los Propios. Dos de los hijos de "Lanas"se casaron con dos hermanas de mi padre. La frase de Tuto que no la he escrito bien,venía a decir algo como.. habemos muchos varios. Estaré encantada de contactar contigo por correo electrónico.

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  4. Ya lo veo. Junto a esos tres hombres, y parcialmente oculto por las flores de la Virgen, aparece mi padre (Rafael Garzón López). Al otro lado de la imagen se ve sonriente a mi abuela María (María López Fernández), con velo. Delante de ella, en el extremo izquierdo de la foto, se ve también a mi tía Carmela. La "famosa" frase de Tuto (Antonio Segura Zapata) era la que él utilizaba para responder cuando le llamaban tonto: "habemos muchos varios". Gracias por tu colaboración; espero tus noticias. Un saludo.

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