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"RAFAEL ZABALETA O LA OBSESIÓN", UN ARTÍCULO DE RAFAEL SANTOS TORROELLA.


     El 15 de diciembre de 1945, Rafael Santos Torroella[1] publicó en el número 9 (página 6) de “Cartel de las Artes” un interesante artículo titulado “Rafael Zabaleta o la obsesión”. Se trata de un texto poco conocido y que creo que merece la pena difundir para un mejor conocimiento de la obra de Zabaleta y del importante papel que el pintor desempeñaba en el panorama artístico apenas tres años después de su primera exposición individual (Madrid, Galería Biosca, 1942).

Cabecera de la revista "Cartel de las Artes"

     Sobre “Cartel de las Artes” la Biblioteca Nacional de España (Hemeroteca Digital) publicó el 22 de mayo de 2019 una descripción de la que selecciono los siguientes datos:

   Auténtico mirlo blanco en el páramo cultural español de la época,  esta revista de arte recogía las principales tendencias del arte contemporáneo mundial así como la actualidad de la escasa producción artística nacional. La publicación, de periodicidad quincenal en principio, nació impulsada por Enrique Azcoaga[2],  escritor, poeta y crítico de arte perteneciente al movimiento conocido como Generación del 36.

   Tras la aparición del primer número en junio de 1945, la revista fue saludada así por ABC: “El Cartel de las Artes es una publicación que figura en la vanguardia de la intelectualidad española. Felicitamos a Azcoaga por el éxito de su publicación”.

    La realidad es que pese a su calidad la revista no tenía mercado en la mísera España del momento -aún estaba en  vigor la cartilla de racionamiento-, y tampoco recibió ayuda oficial alguna; todo lo contrario. Como señala Ana Isabel Álvarez Casado en su obra Repertorio bibliográfico artístico en prensa periódica española (1936-1948), “revista de talante progresista y aperturista sufrió en no pocas ocasiones críticas y medidas coercitivas procedentes de la siempre presente censura”.

   Asombra ver la atención que la publicación presta a la figura de Pablo Picasso, uno de los demonios del franquismo por su ideología comunista y su apoyo decidido al Gobierno de la República, para el que hizo el ‘Guernica’ en la Exposición Universal de Paris de 1937. En el n.6, de 15 de septiembre, incluye un artículo que  Picasso escribió en 1929; en el n.9, de 15 de diciembre, la revista se abre con un artículo dedicado al artista con el título El caso Picasso, firmado por el psicoanalista Carl Gustav Jung. Y en el último número, de 10 de marzo de 1946, se puede leer una columna con el título Resurrección de Pablo Picasso en la que se dice sin ambages que el artista “es el suceso plástico más importante del siglo XX”.

    Esta valentía y libertad de opinión iba a tener consecuencias. De hecho, fuera por la censura, fuera por la falta de ingresos y financiación o por ambas razones a la vez, la revista no volvió a salir a la calle y su editor, Enrique Azcoaga, tuvo que salir fuera de España a buscarse la vida en Argentina. El suyo fue un exilio autoimpuesto.

   […]

   Aparte de sus novelas, obras poéticas y críticas de arte, su labor como fundador de la revista Cartel de las Artes hace de Enrique Azcoaga una figura fundamental en la historia del arte español del siglo XX.

   La revista contó con colaboradores de primera fila como el historiador del arte José Camón Aznar, el crítico Juan Eduardo Cirlot o el poeta Juan Ramón Jiménez, entre otros. Aparte de sus artículos dedicados a artistas contemporáneos, en sus secciones  de Correo de Artistas, Brújula y Noticiario informaba de novedades bibliográficas españolas y extranjeras, así como de las traducciones y reediciones de clásicos de la historiografía artística.

 

     Esta es la transcripción textual (respeto la ortografía original) del artículo de Rafael Santos Torroella:

Cabecera del artículo de Rafael Santos Torroella


     EXISTE para el espectador ingenuo una clasificación elemental de la pintura contemporánea: la que está a la altura de su comprensión y la que no acierta a explicarse del todo, pues no se le alcanza qué es lo que se ha querido expresar o decir por medio de ella. Sólo por una especial benevolencia el crítico podrá aceptar una clasificación semejante, si no por otras razones, al menos por la de que nada está tan cargado de densidad en arte como la aparente sencillez de la obra bien lograda. Sencillez, empero, que no puede confundirse con ligereza o superficialidad. ¿Quién no adivina la represa de ardorosa pasión que se oculta tras la ponderada gravedad de Velázquez o tras la reflexiva madurez del Tiziano? En realidad, podría asegurarse que nada existe tan complicado, tan inexplicable y obstinadamente difícil como aquello que finge entregársenos en dócil simplicidad. Mas no será mucho lo que el crítico pueda perder al intentar en alguna ocasión dejarse conducir al mismo terreno que cierto sector del público se avendría muy bien a considerar como el único aceptable para llegar a una verdadera inteligencia. Las concesiones nunca serán tan graves como para que aquél pueda sentirse en peligro.

     Dentro, pues, de esa clasificación elemental, y pasando por alto su indudable limitación, nada nos sorprendería que la pintura de Rafael Zabaleta fuese incluída en el segundo grupo. Al menos, el mundo que él nos ofrece se halla en desacuerdo, en muchas ocasiones, con el que se ha dado en admitir por el único posible en las representaciones plásticas. ¿Por qué la curva cilíndrica de una botella desaparece en tal lienzo para convertirse en una superficie plana? ¿Por qué en tal otro la atmósfera y la distancia, que constituyen uno de los atributos del paisaje, son ahogados por ese hacinamiento, por esa ruda proximidad de cuanto en él se representa? Y aún la disconformidad sea mayor, tal vez, en lo que al empleo mismo de los colores se refiere: esa crudeza y brusquedad con que ellos se entretejen sobre el lienzo parecen rehuir todo propósito de hallar, a los ojos del espectador, una justificación coherente y precisa. Y ante todo esto, ¿con qué criterio cabrá juzgar de los méritos posibles en tales obras?

     Con sólo estas interrogaciones ya tendríamos más que suficiente para evadirnos hacia una serie de problemas que afectan nada menos que a la totalidad del arte contemporáneo. Deberemos, pues, en lo posible, limitarnos al caso concreto de la pintura de Rafael Zabaleta, pues lo único que nos interesa aquí es llegar a una caracterización —no a un juicio de valor— de la misma, accesible a ese anónimo y descontentadizo espectador.

     No habrá dificultad en que nos pongamos de acuerdo al admitir como punto de arranque aquella trinidad de aspectos que cierta estética de nuestros días nos ha señalado como fundamentales: la voluntad de arte, el poder o potencia del artista y la obra resultante como pura objetividad. Expresado en otros términos: el impulso creador, la manera de manifestarse éste por medio de los materiales idóneos, y el producto mismo, la objetivación de aquel impulso y de aquel procedimiento previos.

     Por lo que al primer aspecto se refiere, nos será necesario reconocer que en él reside el verdadero centro de esa libertad creadora por la que el arte se distingue de otra humana ocupación cualquiera. A poco que se medite en la naturaleza y vida de nuestros actos, este postulado del arte como liberación aparecerá como incontestable, tanto desde el punto de vista del contemplador como del artista mismo. Lo contrario sería querer reducir aquél a unas leyes uniformes y rígidas de expresión, cuando su esencia misma ha venido revelándose a través de todos los tiempos como una mutación incesante en el terreno de las formas: Toda voluntad de arte es un fenómeno único, inesperado y liberador. Frente a él no nos cabe otra actitud, si de veras solicitamos que nos comunique la gracia de que viene asistido, que la de un fervoroso rendimiento; esto es, que el crédito que le otorguemos sea ilimitado. Bástenos, pues, como piedra de toque, ya que esto es lo que todos desearían, el comprobar a posteriori si ha colmado o no las esperanzas que en él pusimos; y nada serían éstas si, en reciprocidad,  no latiese también en el fondo de nosotros mismos aquella apetencia de liberación que engendra a la obra artística.

     La voluntad de arte de Rafael Zabaleta—la que nosotros podemos descubrir a través de sus manifestaciones— muéstrasenos siempre con una crudeza obsesiva. Es por ella, sin duda, por la que el pintor limita su campo visual (es decir, el contenido que en éste se apresa) y se reduce tan sólo a sus elementos primarios, que él se obstina en tratar de percibir en un estado de rabiosa inmadurez. No se dirige a las cosas mismas, tal como en su superficie se nos muestran, para descansar en una sumisión a su prístina evidencia. Parece como si quisiera descomponer el mundo en torno, hacer que éste regresara a su primitiva entereza, como si las formas, las masas y los colores recobrasen su condición de materiales informes en espera de la mano del creador que fuera a ordenarlos de nuevo. Es de este modo, por este obsesivo descarnamiento de la realidad, por el que Rafael Zabaleta asume una voluntad de arte independiente de toda referencia preestablecida. Y si él vuelve a reconstruir el paisaje que se ofrece ante sus ojos y nos lo muestra en una recomposición distinta, el resultado nos será lícito decir que nos gusta o que no nos gusta; pero nunca podremos negarle la lógica estilística y personal a que obedece. Más aún, si nosotros, desde nuestro ángulo contemplativo, fuésemos consecuentes también, deberíamos admitir que ese fondo liberador de la sorpresa y la emoción insospechadas con que quisiéramos que el arte se impusiera siempre a nosotros, por ningún camino podría desvelársenos mejor que por el de esfuerzos como éste de Zabaleta por volver al residuo elemental de las cosas visibles, para ofrecernos una visión inédita de las mismas que se aparte del lugar común.

     No quisiera incurrir en el pecado de entrometimiento y exceso de confianza a que esa denominación de poder o potencia del artista acostumbra a inducimos. Bien se entiende que por ella nos adentraremos en el recinto mismo del taller, donde se fraguan los secretos o recetas que han de conducir a la ejecución material de lo que una voluntad de arte se proponga como objetivo. Mas hoy parece que nadie concedería crédito suficiente a una crítica que no estuviera al cabo de la calle —y lo manifestase así de continuo— en todo lo que se relaciona con esos menesteres estrictamente profesionales. Diríase que se estima en más el camino que la meta conseguida, y ello por el error harto frecuente de considerar que tras las fatigas y trabajos del pintor al ir embadurnando sus lienzos se nos va a revelar nada menos que el gran secreto de la pintura. Y quién sabe si no guardará también muy estrecha relación con esta debilidad por la técnica pictórica aquella incultura y despreocupación de los propios artistas, por las que tan vulnerables se nos muestran a las manifestaciones de desdén y de desprecio contra toda especulación teórica en el terreno de las artes.

     Rafael Zabaleta pinta a plena pasta, como en un deseo de potenciar sus colores a todo trance. La pincelada rehuye, pues, cualquier complacencia que pudiera conducirle a una suave entonación y a un delicado fundido de las tintas. La intensidad por sí misma, sin acudir a los recursos tópicos; una pureza descarnadamente agresiva en los colores y una incontaminada concentración de cada uno de los elementos materiales que integran el cuadro, vienen a constituir las características primordiales que nos salen al encuentro siempre en las obras de Zabaleta. A menudo, su técnica diríase emparentada con aquella puesta en vigor un día por los divisionistas franceses; y hasta, en trance de buscarle analogías, pudiéramos dejarnos llevar por alguna que otra referencia a la pincelada llameante de Van Gogh. Mas entonces será preciso que anotemos bien esta distinción: aquel procedimiento trataba de justificarse en un más fiel traslado al lienzo de la atmósfera, las vibraciones de la luz y la coloración que en un momento dado pudiera desprenderse de cada objeto; en la pintura de Rafael Zabaleta no se trata de nada parecido, puesto que los colores quieren vivir por sí mismos, independientes en el mayor grado posible de toda fulguración ocasional. Por ello, si se nos muestran fragmentados y en su vigor primitivo, no es para fundirse en la retina del espectador con una mayor pureza en su amalgama, como se propusieron los franceses, sino para que vibren como unidades irreductibles, en un conjunto dentro del cual cada uno de ellos pueda conservarse en su más auténtica certidumbre.

     La violencia de semejante cromatismo viene a emparentarse muy de cerca con la rigidez del dibujo y con esa manera de componer que da como resultado un encabritamiento de los objetos y las figuras representadas, los cuales parecen querer hurtarse unos a otros el espacio que se les asigna dentro del lienzo. En cualquier caso, trátase de lo mismo: de una simplificación, en beneficio de la fuerza expresiva, que en el color se traduce por la pincelada entera y sin gradaciones, en el dibujo por el trazo inflexible y en el ajuste total del tema por la supresión de cualquier elemento secundario.

     ¿No estará cuanto acabamos de apuntar perfectamente de acuerdo con aquella dirección que vimos seguir a la voluntad de arte de Rafael Zabaleta? Creo que sí; y esa impresión de fatigoso batallar con los medios materiales de expresión, que a veces nos parece advertir en sus lienzos, nunca podrá antojársenos, como acaso a algún crítico malicioso o suspicaz espectador, falta de recursos, impotencia o desmaño, sino esforzada sinceridad pictórica de quien a toda trance quiere comunicarnos sus peculiares modos de ver y de sentir. En fin de cuentas, todos esos materiales, si bien son el único camino por donde pueda realizarse aquella voluntad primera, en cuanto a simples objetos, limitados como cualquier existencia corpórea, constituyen un cauce demasiado estrecho para las apasionadas exigencias de toda liberación creadora.

     La resultante final, la obra de Zabaleta, independientemente del espíritu y de la mano de su autor, puede merecernos una consideración aparte. Si nos dejáramos llevar por ella, forzoso sería que la situáramos en relación con la de sus contemporáneos. Preferimos esperar a que otros lo hagan más tarde; hoy, la afinidad o el parentesco con tal o cual tendencia surgida más allá de los Pirineos, el influjo mismo de alguna obra ilustre, dócilmente aceptado en la de nuestro pintor, cobrarían demasiada importancia dentro de estas breves notas. Son muchos los que piensan haber dado con la clave y el secreto de un artista, en cuanto pueden colocarlo dentro de la zona de influencia de algún nombre prestigioso. No seremos nosotros los que vayamos a darles la razón. Lo que aquí nos interesaba preferentemente era destacar y comprender, en lo posible, la indudable personalidad de Rafael Zabaleta, aun cuando ella desemboque con facilidad en un mundo extraño, tal vez, a nosotros. ¿No escribió, en más de una ocasión, aquel gran crítico que se llamó Carlos Pedro Baudelaire que le beau est toujours bizarre?



[1] Rafael Santos Torroella (1914 – 2002) fue crítico y profesor de arte, traductor, poeta y dibujante. Escribía sobre él Ian Gibson (El País Andalucía, 14-10-2003): «Rafael Santos Torroella […] era sin duda alguna uno de los españoles más cabales de su generación. Artista, poeta, catedrático y crítico de arte, amigo de sus amigos y alumnos, estupendo conversador, ensayista incansable, nadador –tenía algo de hombre del Renacimiento-, RST publicó durante seis décadas centenares de enjundiosos artículos en diversos periódicos y revistas y numerosos estudios que por su rigor, la originalidad de sus planteamientos, la amenidad de su redacción y la pasión investigadora que los animaba ocupan un lugar destacado en la bibliografía del pasado siglo».

[2] Enrique Azcoaga (1912 – 1985) tuvo amistad con Rafael Zabaleta y con Miguel Hernández. Recordando al pintor, escribía en 1984: «… Siendo muchas, muchísimas, las tardes, que él, seguro, y el que suscribe, ante el futuro más incierto, caminábamos Alcalá arriba, lamentando la situación carcelaria de Miguel Hernández…» [Azcoaga, E. (1984). Mi buen amigo Rafael Zabaleta. En G. Ureña (coord.). Zabaleta Homenaje (pp. 30-34). Jaén: Diputación Provincial].

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